Sísifo (detalle), Tiziano, 1548. Museo del Prado, Madrid
Sísifo (detalle), Tiziano, 1548. Museo del Prado, Madrid

paisaje, identidad y patrimonio

21 de septiembre de 2013
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. […] En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
El mito de Sísifo, Albert Camus
Sísifo no tiene conciencia de paisaje. Sin embargo, la acción de Sísifo es paisajística: cada vez que desplaza la roca reúne en un sólo acto trascendente de transformación cada uno de los pensamientos, ideas y sentimientos que ese lugar al que ha sido condenado le evoca. Sísifo hace de la montaña su paisaje y de la roca su herramienta para transformarlo. Es un paisaje dinámico: Sísifo nunca desplaza la roca del mismo modo, nunca percibe el mismo paisaje porque en realidad Sísifo crea un paisaje nuevo cada vez.

La acción de desplazar la roca, que en la obra de Camus permite a Sísifo dar sentido a su existencia en un mundo que entiende absurdo, es sin embargo una acción de apropiación del lugar, de creación de una identidad, de delimitación de un espacio acotado al que Sísifo siente pertenecer y que está en permanente cambio. Paisaje e identidad son aquí la misma cosa: él, la montaña, la roca, el movimiento son fragmentos de una misma construcción intelectual que elabora a través de la percepción, de su modo de relacionarse con el lugar. Sísifo es paisaje en tanto que identidad. Así, el paisaje se construye culturalmente desde las sensaciones y elementos percibidos individualmente (Maderuelo, 2010), y adquiere sentido pleno en el seno de la sociedad a la que el individuo que percibe pertenece, relacionándose con otras percepciones individuales a través de un acuerdo colectivo sobre los valores y la imagen que el territorio proyecta en esa sociedad (Nogué, 2007). El paisaje contiene los sentimientos y las experiencias de sus habitantes: es una estructura plagada de sentidos, ideas y símbolos que adquieren valor en la sociedad.

Construimos el paisaje a través de la mirada: percibimos sus valores estéticos, perceptivos y sensoriales a través de la emoción, de la mirada afectiva (Prada Llorente, 2012), y comprendemos sus elementos físicos, naturales, históricos, culturales y productivos a través de la mirada objetiva. Sentimiento y razón se imbrican en la idea de paisaje: se produce una convergencia de significante -lo objetivo- y significado -lo emocional-, de la estructura y de la interpretación, que se transmite en la sociedad mediante un proceso de comunicación fuertemente influido por la cultura que nos permite descodificar los valores tangibles e intangibles percibidos a distintas escalas -individual, grupal y social- (Nogué y San Eugenio, 2009).

El paisaje es así imagen del territorio, en continuo cambio, modificado por la actividad humana o por las condiciones del medio, desde una actitud estética (Roger, 2007): la imagen del territorio se forma tanto de un modo directo, desde la simple contemplación del lugar (artealización in situ) como de un modo indirecto, tras un proceso intelectual que reconstruye los valores del paisaje (artealización in visu). La mirada es simultáneamente directa e indirecta: las formas del relieve construido, los volúmenes, las sombras, texturas y colores se perciben directamente y componen la primera imagen del paisaje. Los valores históricos, culturales y sociales, superpuestos a esa primera imagen elaborada, componen la segunda imagen del paisaje, y convierten a éste en un constructo intelectual.

La mirada depende, por tanto, de la experiencia y de la emoción que nos produce el objeto observado. Si el paisaje es la imagen del territorio, la mirada es una forma de paisaje: en el acto de mirar se produce la interpretación intelectual y cultural del lugar transformando lo real en memoria y recuerdo, es decir, en una imagen filtrada culturalmente de lo que vemos que construye un paisaje identitario, vivido e interiorizado, suma de capas, datos y símbolos de una determinada sociedad y cultura (Prada Llorente, 2012). La suma de miradas de todos los observadores convierte al paisaje personal en paisaje social.

De este modo, la condición para que exista paisaje es que una mirada, entendida de un modo más amplio como percepción, cree el paisaje: no hay paisaje sin mirada, pero tampoco mirada sin paisaje. Si la acción paisajística se desencadena con la mirada, ¿qué razón impulsa a Sísifo a desplazar la roca hasta la cima de la montaña para a continuación verla caer? ¿Acaso la obediencia a los dioses que le han condenado? No, Sísifo ya se ha enfrentado a los dioses antes: ha sido castigado por haberles desobedecido para crear su propio destino, por lo que no parece que la obediencia sea razón suficiente para explicar su comportamiento. Su acción es sólo una acción paisajística: Sísifo ha mirado el lugar y lo ha percibido como su paisaje -ha interpretado su territorio, se ha vinculado emocionalmente a la montaña, a la roca, al sufrimiento, al esfuerzo, al trabajo-. Y aunque entiende ese acto como un deber moral, en realidad está apropiándose de un lugar, creando una identidad, una relación afectiva, personal e íntima con su paisaje.

Pero la acción paisajística no desencadena por sí sola un paisaje: necesita un marco sobre el que actuar, un medio físico, cultural, social o virtual que atraiga la mirada. Así, un paisaje no es tanto la suma de elementos como las relaciones visibles e invisibles que se establecen entre ellos, descubiertas a través de la mirada.

Del mismo modo, Sísifo ha transmutado la roca de objeto a patrimonio: ha establecido una relación afectiva con ella en la que a veces experimentará odio, otras amor, y la mayor parte del tiempo sólo sentirá indiferencia. Pero es su roca, la que le permite ser, su identidad: Sísifo y la roca son por tanto uno. Probablemente, le ha otorgado un nombre: se ha apropiado de ella con un topónimo que la identifica, que la hace diferente del resto de rocas que cubren la montaña.

La sociedad y su patrimonio establecen una relación afectiva similar. Inseparables, sólo se pueden entender como un todo identitario en el lugar, de tal modo que una sociedad que pierda su patrimonio se transformará en otra sociedad y un patrimonio que pierda su sociedad desaparecerá: los lugares almacenan en la toponimia elementos de identidad. La toponimia como taxonomía, clasifica el territorio y aporta un valor a la simbología de los lugares, describiendo el patrimonio industrial al mismo tiempo que lo nombra. El topónimo, como testigo de paisajes ya desaparecidos, es imagen de la identidad de la sociedad con sus paisajes (Martínez de Pisón, 2000). Es decir, el topónimo es la consecuencia de la mirada: se nombra aquello que se interioriza, aquello que se percibe, que se construye culturalmente como imagen de la realidad en el seno de una colectividad, de tal modo que hay una forma de ver, de interpretar, en cada sociedad (Maderuelo, 2010). La sociedad se apropia de ese modo del territorio -su territorio-, le da una identidad –su nombre- y se vincula afectivamente a él, transformando el patrimonio y el territorio en paisaje.

El territorio y la sociedad que lo habita establecen, de este modo, una relación recíproca en la que ambos se transforman y evolucionan conjuntamente: un territorio es paisaje en tanto es percibido por la sociedad, y una sociedad es paisaje en tanto es cultura en el territorio. Territorio y sociedad son, además, paisaje en evolución: los cambios en la sociedad producen cambios en el territorio, una nueva identidad que se superpone a la antigua generando un nuevo paisaje.

Un lugar puede albergar así múltiples identidades, resultado de la evolución de la sociedad en el tiempo. Si la identidad es la construcción cultural de una sociedad en un tiempo y un espacio determinados, la percepción de los lugares será, en realidad, una percepción cultural y social: el paisaje, como imagen -percepción- del lugar, se convierte en constructo cultural y social. Pero una transformación física del lugar también induce una nueva identidad y, como consecuencia, un nuevo paisaje que podrá ser tanto una evolución sobre el paisaje preexistente como un paisaje radicalmente distinto. De ese modo, múltiples lugares, identidades y paisajes se superponen en un mismo espacio delimitado.

Si esa identidad se construye a partir de la percepción del espacio vivido -del lugar antrópico- mediante la apropiación individual de sus elementos y valores -proceso cognitivo- y su puesta en común en la sociedad -comunicación- (Nogué y San Eugenio, 2009), la evolución de la sociedad y la transformación de su modo de vida afectará al modo en que percibe su territorio y, por tanto, al sentimiento de identidad con éste. Las nuevas identidades creadas suplantan las identidades previas, del mismo modo que el cambio de intereses y valores de la población crean nuevas sociedades que suplantan las antiguas (Koolhaas, 2011).

De tal modo que cada imagen, cada percepción construida es simultáneamente un paisaje propio, la apropiación individual del lugar basada en los recuerdos y las vivencias personales que enriquecen la memoria colectiva (Prada Llorente, 2012), un paisaje colectivo, construcción y proyección cultural de la sociedad en el territorio (Nogué, 2007), y un paisaje genérico productivo, deslocalizado, idéntico a otros paisajes ajenos explotados utilizando maquinaria y técnicas similares (Muñoz, 2008). Este paisaje genérico, un no-lugar que no tiene identidad ni es relacional, en el que se impone lo provisional, lo efímero y lo individual, y donde el individuo no es partícipe sino espectador del paisaje (Augé, 2000), es el paisaje de la mirada del turista, del usuario o del cliente, cuya vinculación emocional con ese espacio se limita a la percepción fragmentada e individual de imágenes en continuo cambio.

Si existe una triple superposición de paisajes en el espacio físico, ha de existir forzosamente una triple superposición de valores e identidades: el paisaje propio, el paisaje colectivo y el paisaje genérico productivo son elementos que se integran, así, en un paisaje líquido, complejo, formado por estratos y capas de información superpuestas, indeterminado, híbrido, contradictorio, transgresor y mutante, representado por múltiples imágenes del espacio físico percibidas individual y colectivamente en un tiempo no acotado.

Ese paisaje alberga entonces, en el mismo espacio físico, distintos significados elaborados por los distintos grupos que lo habitan. Cada uno de estos significados tiene una proyección individual y colectiva simultánea: si éstos se pueden definir como la relación entre el objeto, lo cognitivo y la práctica del lugar con los sujetos sociales (Zapiain, 2011), existirá una interpretación colectiva del paisaje que trascienda la interpretación individual y que se convierta en identidad para esa sociedad concreta. De este modo, cada sociedad y cada individuo establecen con su paisaje una relación que no es completamente original ni única, sino que está influida por un contexto cultural que permite trascender la interpretación subjetiva de la realidad (Maderuelo, 2010).

La realidad, como una cualidad de los objetos que reconocemos como independiente de nuestra voluntad, se construye socialmente a través del conocimiento, entendido éste como la certeza de que esos objetos son reales y poseen valores propios. Pero esa realidad y esos valores son subjetivos: existen tantas formas de percibir como perceptores de la realidad. Quizás, lo que yo interpreto como real no aparezca del mismo modo para los otros pero, al mismo tiempo, esa realidad está construida a partir de los pensamientos y acciones de los miembros de la sociedad: es a través del lenguaje establecido -es decir, utilizando un transmisor de información compartido- como podemos objetivizar los significados subjetivos que nuestra realidad nos sugiere en nuestro mundo intersubjetivo e intercomunicado con los otros (Berger y Luckmann, 1967).

Si la objetivización de la realidad es comunicación a los otros, la identidad que subyace en cada realidad -es decir, el modo en que yo percibo la realidad y los valores que le otorgo- debe ser también compartida y comunicada. Se trata de un ejercicio de inteligibilidad comunicativa: los paisajes están repletos de valores, resultado de la interacción, de las vivencias y de la apropiación individual del lugar, que deben ser puestos en común con los otros para que existan en el seno de una sociedad, y cuyas huellas permanecen en el territorio como manifestación comunicativa de la sociedad que los identificó en el pasado (Nogué y San Eugenio, 2009). Pero las sociedades nunca desaparecen completamente -salvo que ocurra un acontecimiento extraordinario como una catástrofe natural, una guerra o un crimen-, sino que evolucionan de padres a hijos, transmitiendo sus identidades y su relación con el territorio. No existe un cambio drástico, sino una evolución del paisaje que responderá a la evolución de identidades y valores, y a la sociedad que lo ha reconocido.

La identidad en los paisajes se puede entender, de este modo, como parte de la realidad subjetiva y, por tanto, permanece en una relación dialéctica con la sociedad. Las identidades surgen de ese marco físico, cultural y social que caracteriza los lugares, pero también son consecuencia del tiempo, de la evolución: la identidad es así un producto cultural y social, elemento no estable de una realidad objetiva que permanece ininteligible a menos que se localice en un marco físico (Berger y Luckmann, 1967). Y en la definición de esa identidad a escala del paisaje, la emoción -o más bien la comunicación de una experiencia emocional con el territorio- vincula al individuo y a la sociedad con su paisaje: la emoción, como mirada afectiva, es parcial e individual pero, compartida en sociedad, permite enriquecer la experiencia de paisaje (Prada Llorente, 2012), leyendo los valores, símbolos e identidades que subyacen al lugar. Esos contenidos emocionales, a su vez, están determinados por el marco de creencias culturales y morales de la sociedad (Nogué y San Eugenio, 2009), de tal modo que la evolución de la sociedad, del cambio de sus intereses y valores, supone un cambio en la emoción que el paisaje trasmite en esa sociedad. Existirán, por tanto, tantas emociones como sociedades e individuos coexistan en el mismo espacio físico: el paisaje líquido es así una superposición de miradas afectivas.

La creación de una nueva identidad que sea compartida por la sociedad necesita, así, que primero ese espacio pase a formar parte del patrimonio de la sociedad, que sea entendida como un bien común, con múltiples miradas afectivas y percepciones, utilizable por todos los ciudadanos, que pertenece a todos y, por tanto, que es valioso para la sociedad. Después, esa identidad ha de hacerse visible. Es decir, la sociedad debe apropiarse del espacio productivo a través del conocimiento y de la práctica para que ésta se convierta en un paisaje social, un paisaje de acuerdo entre los ciudadanos.

Mientras tanto, Sísifo continúa empujando su roca…

Bibliografía
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