paisaje y pintura (I)
25 de febrero de 2015
El descubrimiento del paisaje y la actitud y pensamiento paisajistas son parte del carácter de una sociedad. Las identidades locales, que se construyen como una actitud social y colectiva, contienen la conciencia del lugar donde uno se sitúa, de la dimensión espacial del territorio que nos rodea. Como argumentaba Berque (1), el pensamiento y la actuación paisajista, cuando existen -porque no todas las sociedades son paisajistas-, tienen para cada cultura orígenes y desarrollos distintos. Se podría decir que cada idea de paisaje es propia de cada cultura y que, por lo tanto, el paisaje es en sí mismo una construcción cultural (2).
El arte, como manifestación de una cultura, también ha jugado un papel fundamental en la elaboración de la idea de paisaje, contemplando e interpretando la realidad cercana y abstrayendo los valores, las sensaciones o las impresiones que esa realidad provoca en el observador. A veces, el artista es un intérprete de esa realidad y elabora una interpretación paisajística que luego es asumida y reconocida por el resto de la sociedad como parte de su cultura colectiva. En el reconocimiento del paisaje se dan la mano la literatura, la escultura, el cine y, obviamente, la pintura.
Petrarca (1304-1374) relata en una de sus Epistolae familiares (IV, 1), escritas hacia 1350, la ascensión que realizó al Mont Ventoux el 26 de abril de 1336 (3). El motivo de la ascensión no fue otro que «el deseo de conocer aquello tan grandioso que una elevación tenía que ofrecer». La vista que encuentra, que abarca de los Alpes a la bahía de Marsella, provoca en Petrarca un sentimiento de gratitud estética por la grandeza del paisaje. Algunos autores como Maderuelo y Burckhardt han interpretado en estas líneas una nueva actitud hacia el mundo físico que marca el descubrimiento en Occidente de la idea de paisaje.
No obstante, el mundo natural que nos rodea nos ha provocado desde antiguo asombro, miedo o curiosidad. Un buen ejemplo son las pinturas prehistóricas de animales salvajes, como el bisonte de Altamira. Se suele aceptar que las pinturas paleolíticas y neolíticas no son representaciones de la realidad, de la naturaleza, sino que son representaciones fundamentalmente simbólicas: parece que la representación de animales y figuras humanas en las paredes de las cuevas tiene un carácter mágico y religioso para propiciar la fertilidad o la caza. Algunas interpretaciones sugieren que estas pinturas son el primer ejemplo de arte por el arte, de un arte por el simple placer del goce estético. Sin embargo, la posición de algunos de los dibujos en zonas difícilmente accesibles, donde apenas son visibles, crea dudas de si realmente se trata de representaciones únicamente artísticas.
Probablemente, una de las primeras representaciones pictóricas en las que el paisaje es el motivo principal y adquiere entidad propia, sin necesidad estar vinculado a un tema histórico o religioso, es la Vista de Toledo, pintada por El Greco (1541-1614) entre 1604 y 1614. Como si anticipara algunos de los lenguajes de las vanguardias del siglo XX, El Greco representa de un modo muy personal y subjetivo una vista nocturna de Toledo bajo una tormenta, cuya luz tenue ilumina los edificios de la ciudad, sin que sea importante la exactitud del detalle del dibujo.
En Europa, quizás las primeras escuelas que adoptan el paisaje como tema pictórico, aunque aún subordinado a otro tema principal religioso o simbólico, son la flamenca y la alemana: Patinir (1480-1524) y Durero (1471-1528) y, posteriormente, Brueghel el Viejo (1525-1569) son los precursores de toda una generación de pintores. No obstante, la primera escuela en introducir el paisaje como tema autónomo es la holandesa, ya en el siglo XVII: el nacimiento de los Países Bajos como estado independiente durante la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648) encontró el apoyo de una creciente burguesía, poderosa e influyente, poco interesada en la representación de temas religiosos e históricos. La pintura holandesa representa el paisaje de un modo autónomo, como auténtico protagonista de la escena: utiliza composiciones horizontales, panorámicas, de gran realismo, cuyo punto de vista es el de un observador situado sobre el suelo, y en las que adquiere un gran protagonismo el tratamiento de los cielos. Algunos de sus representantes más destacados son Jan van Goyen (1596-1656), Salomon van Ruysdael (1600-1670), Jan van de Cappelle (1624-1679), Jacob Ruysdael (1628-1682), Aelbert Cuyp (1620-1691), Philips Koninck (1619-1688) y Jan Both (1618-1652).
Como contrapunto al realismo de la pintura de paisaje holandesa, la escuela italiana conserva el clasicismo de las formas arquitectónicas y el gusto por los temas mitológicos e históricos heredados de las composiciones renacentistas del siglo anterior, aunque subordinados al paisaje. En la pintura de Claudio de Lorena (1600-1682) los motivos religiosos y mitológicos quedan minimizados ante la grandiosidad de un paisaje pasado idealizado, evocado por las ruinas grecorromanas y una vegetación exuberante y serena a la vez. Un mundo compartido con Nicolas Poussin (1594-1665), el otro gran representante de la pintura de paisaje italiana. La influencia de ambos pintores está muy presente en la pintura barroca del siglo XVII. Velázquez probablemente conocía las pinturas de Claudio de Lorena cuando realizó dos pinturas de pequeño tamaño en su primer viaje a Italia: las vistas del jardín de la Villa Médicis, en Roma. Lo interesante de estas dos pequeñas obras es tanto su temática, alejada de la representación alegórica o mitológica, centrada en la naturaleza y la luz y no en la figura humana -prácticamente inexistente-, como su ejecución con pinceladas rápidas y ligeras que anticipan el impresionismo en dos siglos.
En el siglo XVIII, es muy popular entre las clases acomodadas europeas la veduta -vista, en italiano- que los pintores de Venecia utilizan para representar el paisaje de su ciudad. Sobresalen las vistas de Canaletto (1697-1768) y Francesco Guardi (1712-1793). Las vedutas popularizan la pintura del paisaje: los pintores ya no sólo representan ruinas, bosques, jardines, valles, ríos o mares, sino que también interpretan lo que ven, incluyendo la vida diaria de las personas y de las ciudades. Frente a la precisión del dibujo del primer Canaletto, Guardi elabora un lenguaje mucho más expresivo, difumina los contornos de las figuras y de las construcciones con pequeños trazos enérgicos de color -pittura di tocco- en una atmósfera llena de contrastes y juegos de luz.
El sentimiento romántico y, más tarde, la técnica impresionista, construirán la pintura paisajista del siglo XIX, en la que culmina la admiración por la naturaleza, por las montañas, por la vida rural, por los espacios urbanos o por los avances técnicos, desplazanzo a lo mitológico y simbólico como tema central de la pintura.
La primera mitad del siglo XIX está dominada por dos pintores ingleses: John Constable (1776-1837) y William Turner (1775-1851). Constable es el mejor ejemplo de cómo la mirada paisajística de un artista puede impregnar la identidad de un lugar hasta el punto de que hoy identificamos sus pinturas con el arquetipo del paisaje inglés, y son reproducidas con frecuencia en la tradicional vajilla inglesa. Constable pinta los paisajes rurales de su niñez: son paisajes serenos, vividos e interpretados a través del uso de la luz, del trabajo de los cielos y las nubes, con una fuerte carga subjetiva que distingue su pintura de la pintura realista.
Turner, según el crítico inglés John Ruskin, era el único artista de su tiempo capaz de representar verdadera y conmovedoramente los humores de la Naturaleza: sus paisajes son serenos, violentos, luminosos, oscuros, precisos, borrosos, coloridos, grises. La pintura de Turner, tan profundamente romántica en sus inicios, fue derivando hacia una suerte de abstracción pictórica en la que las sensaciones y sentimientos son transmitidos por el color y no por el dibujo. Turner representó no sólo escenas de la campiña inglesa sino imágenes de sus múltiples viajes a Europa y, especialmente, a Venecia, e introdujo nuevos elementos tecnológicos, como el ferrocarril, como un medio de representar los cambios que la velocidad y movimiento provocaban en su percepción del paisaje y en la sociedad. Uno de sus cuadros más conocidos es Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste (imagen de cabecera del artículo), donde desmaterializa las formas hasta convertir el paisaje en atmósfera y sensación.
Contemporáneo a Turner y Constable, en Alemania, Caspar David Friedrich es el otro gran representante de la pintura romántica del paisaje de la primera mitad del siglo XIX. La pintura de Friedrich contiene escenas de gran carga simbólica y metafísica, que enfrentan las reglas clásicas de composición y dibujo con la fuerza de la naturaleza, normalmente en paisajes de montaña o marinos, retratados al atardecer o al anochecer. Frente a una naturaleza de formas agrestes y en movimiento, el ser humano aparece retratado a pequeño tamaño, como un personaje secundario de la escena, situado admirando el paisaje de espaldas al observador del cuadro. Al igual que Constable, Friedrich utiliza el trabajo con los cielos como un elemento más del paisaje, aunque de un fin diferente: el cielo tiene una fuerte carga psicológica que refleja estados de ánimo y sensaciones.
La pintura de Friedrich y, sobre todo, Constable y Turner ejercerá una gran influencia en los jóvenes pintores de la segunda mitad del XIX que, deseosos de buscar nuevas formas de representar su mundo y sus paisajes, lejos de cualquier temática clásica o mitológica, estudiarán sus técnicas de composición y de dibujo en el trazado de los colores y la representación de la luz y de la atmósfera, aunque abandonando la expresión romántica por la representación realista y, ya a finales del siglo XIX, por el impresionismo. (continuará…)
Notas:
1- Berque, Augustin. El pensamiento paisajero. Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, 2009.
2- Maderuelo, Javier. El paisaje. Génesis de un concepto. Madrid: Abada Editores, 2005.
3- Petrarca. La ascensión al Mont Ventoux, 26 de abril de 1336. Edición con comentarios de Javier González de Durana y Javier Maderuelo. Vitoria-Gasteiz: Ediciones Artium, 2002.
1- Berque, Augustin. El pensamiento paisajero. Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, 2009.
2- Maderuelo, Javier. El paisaje. Génesis de un concepto. Madrid: Abada Editores, 2005.
3- Petrarca. La ascensión al Mont Ventoux, 26 de abril de 1336. Edición con comentarios de Javier González de Durana y Javier Maderuelo. Vitoria-Gasteiz: Ediciones Artium, 2002.